En su propaganda antirracional, los enemigos de la libertad pervierten sistemáticamente los recursos del lenguaje, con el objeto de atraer o empujar a sus víctimas hacia el modo de pensar, sentir y obrar que ellos, los manipuladores de la mente, desean. Una educación para la libertad (y para el amor y la inteligencia que son, a un mismo tiempo, las condiciones y los resultados de la libertad) debe ser, entre otras cosas, una educación en el uso propio del lenguaje.
Desde hace dos o tres generaciones, los filósofos han dedicado mucho tiempo y mucha meditación al análisis de los símbolos y al significado del significado. ¿Cómo se relacionan las palabras y expresiones que hablamos con las cosas, personas y sucesos con los que nos encontramos en nuestra vida cotidiana? Examinar este problema nos exigiría mucho tiempo y nos llevaría demasiado lejos. Basta que digamos que disponemos actualmente de todo el material intelectual que se precisa para una sólida educación en el uso propio del lenguaje, para una educación en todos los niveles, desde el jardín de infantes hasta los cursos para graduados.
Esta educación en el arte de distinguir entre l uso propio y el uso impropio de los símbolos debería ser inaugurada inmediatamente. En verdad, pudo haber sido inaugurada en cualquier momento de los últimos treinta o cuarenta años. Y, sin embargo, en ningún sitio se enseña a los niños, de un modo sistemático, a distinguir la afirmación verdadera de la falsa, la significativa de la carente de significado.
¿Por qué es así? Porque sus mayores, inclusive en los países democráticos, no quieren darles esta clase de educación. A este respecto, la breve y triste historia del Instituto de Análisis de la Propaganda es significativa en grado sumo.
El Instituto fue fundado en 1937, cuando la propaganda nazi era más ruidosa y efectiva, por el señor Filene, el filántropo de Nueva Inglaterra. Bajo los auspicios de este centro, se hicieron análisis de propaganda no racional y se prepararon varios textos para la instrucción de los estudiantes secundarios y universitarios.
Vino luego la guerra, una guerra total, en todos los frentes, en el mental no menos que en el físico. Con todos los Gobiernos Aliados dedicados a la "guerra psicológica", insistir en la conveniencia del análisis de la propaganda parecía un poco una falta de tacto. El Instituto fue cerrado en 1941.
Pero inclusive antes del estallido de las hostilidades había muchas personas a las que las actividades del centro les parecían muy inconvenientes. Ciertos educadores, por ejemplo, desaprobaban la enseñanza del análisis de la propaganda alegando que induciría al cinismo a los adolescentes. Tampoco los militares acogían con agrado tal enseñanza; temían que los reclutas comenzaran a analizar el lenguaje de los sargentos instructores. Y estaban luego los clérigos y los anunciantes. Los clérigos se pronunciaban contra el análisis de la propaganda alegando que un análisis así socavaría la fe y disminuiría la asistencia a la iglesia; los anunciantes adoptaron la misma actitud por entender que tal análisis socavaría la lealtad a las marcas y reduciría las ventas.
Estos temores y desagrados no carecían de fundamento. Un escrutinio demasiado a fondo por parte de demasiada gente del común de lo que dicen sus pastores y maestros puede resultar profundamente subversivo.
En su forma presente, el orden social depende para su continuación de la aceptación, sin demasiadas preguntas embarazosas, de la propaganda presentada por quienes tienen autoridad y de la propaganda santificada por las tradiciones locales.
Una vez más, el problema consiste en encontrar el oportuno término medio. Los individuos deben ser lo bastante sugestionables para que quieran y puedan hacer que su sociedad funcione, pero no tan sugestionables que caigan bajo el hechizo de manipuladores profesionales de la mente.
Análogamente, debe enseñárseles en materia de análisis de la propaganda lo suficiente para que no crean a ojos cerrados en la pura insensatez, pero no tanto que rechacen abiertamente las manifestaciones no siempre racionales de los bien intencionados guardianes de la tradición. Probablemente, el feliz término medio entre la credulidad y el escepticismo total nunca podrá ser descubierto y mantenido por el solo análisis.
Este planteamiento más bien negativo del problema tendrá que ser complementado por algo más positivo: la enunciación de una serie de valores generalmente aceptables basados en un sólido cimiento de hechos.
El valor, ante todo, de la libertad individual, basado en los hechos de la diversidad humana y de la singularidad genética; el valor de la caridad y la compasión, basado en un hecho conocido de antiguo y descubierto de nuevo por la moderna psiquiatría, es decir, el hecho de que el amor es tan necesario para los seres humanos como la comida y el techo; y, finalmente, el valor de la inteligencia, sin la que el amor es impotente y la libertad, inasequible.
Esta serie de valores nos proporcionará un criterio para que la propaganda pueda ser juzgada. La propaganda que resulte insensata e inmoral podrá así ser rechazada sin discusión. La que sea meramente irracional, pero resulte compatible con el amor y la libertad y no se oponga en principio al ejercicio de la inteligencia, podrá ser provisionalmente aceptada por lo que valga.En otras palabras: nuestros mayores no nos han preparado a nosotros, ni están preparando a los más jóvenes, a defenderse de la propaganda y la manipulación, política, mediática, y publicitaria. Y la razón parece ser deprimentemente sencilla: eso les da poder sobre nosotros.
El poder de inculcarnos sus valores, su narrativa, el de hacernos a la imagen que ellos quieren, previniendo que lo podamos decidir nosotros con un criterio otro que el que nos inculcan.
En sí, transmitir cultura no es malo, ni lo es intentar conseguir que los jóvenes sigan el liderazgo de los más experimentados. Pero, si es verdad que esas costumbres son tan buenas y tan dignas de ser heredadas, si es cierto su liderazgo es tan excelente que seguirlo es la mejor opción, estos hechos deberían ser capaces de sostenerse por sí mismos.
Y el hecho de que teman que tengamos la capacidad de evaluar lo que nos ofrecen, pone en entredicho la autenticidad de las "verdades" que nos dicen, y la justicia de las órdenes que nos dan.
Una sociedad sana, racional, no necesita usar los trucos de la mentira para hacer llegar la verdad, porque una verdad empírica se aguanta por sí sola.
En los artículos que seguirán a este, exploraré, mediante una selección de artículos sacados de varias fuentes, las múltiples formas en que la verdad queda falsificada y manipulada. Sesgos, falacias, y errores de juicio, que muchos cometemos a diario y sin apenas darnos cuenta, y que se interponen en nuestro camino a la verdad, y a la libertad de elegir con conocimiento de causa y de actuar en buena conciencia.
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